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jueves, 14 de febrero de 2013

LA RENUNCIA DEL PAPA BENEDICTO XVI


Queridísimos hermanos,


Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. 

Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. 

Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. 

Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. 

Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice.

Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. 

Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice. Por lo que a mi respecta, también en el futuro,quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria.

Vaticano, 10 de febrero 2013

BENEDICTUS PP. XVI

jueves, 11 de octubre de 2012

Benedicto XVI anuncia el Año de la Fe
  Queridos amigos de este Bolg:
Adjuntamos la homilía que Benedicto XVI pronunció el domingo 16 de octubre de 2011 durante la celebración eucarística de clausura del primer encuentro internacional de nuevos evangelizadores, que presidió en la Basílica vaticana.
 
Venerados Hermanos,
¡queridos hermanos y hermanas!
Con alegría celebro hoy la Misa para vosotros, que estáis comprometidos en muchas partes del mundo en las fronteras de la nueva evangelización. Esta Liturgia es la conclusión del encuentro que ayer os llamó a confrontaros en los ámbitos de esa misión y a escuchar algunos testimonios significativos. Yo mismo he querido presentaros algunos pensamientos, mientras hoy parto para vosotros el pan de la Palabra y de la Eucaristía, en la certeza –compartida por todos nosotros- de que sin Cristo, Palabra y Pan de vida, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Estoy contento porque este congreso se sitúa en el contexto del mes de octubre, precisamente una semana antes de la Jornada Mundial de las Misiones: esto pone a la nueva evangelización en su justa dimensión, en armonía con la de la misión ad gentes.
Os dirijo un saludo cordial a todos vosotros, que habéis acogido la invitación del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización. En particular saludo y doy las gracias al Presidente de este Dicasterio de reciente institución, Mons. Salvatore Fisichella, y a sus colaboradores.
Vamos ahora a las lecturas bíblicas en las cuales hoy el Señor nos habla. La primera, extraída del Libro de Isaías, nos dice que Dios es uno, es único; no hay otros dioses fuera del Señor, e incluso el poderoso Ciro, emperador de los persas, forma parte de un plan más grande, que sólo Dios conoce y lleva adelante. Esta lectura nos da el sentido teológico de la historia: los cambios de época, el sucederse de las grandes potencias, están bajo el supremo dominio de Dios; ningún poder terreno puede colocarse en su lugar. La teología de la historia es un aspecto importante, esencial, de la nueva evangelización, porque los hombres de nuestro tiempo, tras el nefasto periodo de los imperios totalitarios del siglo XX, necesitan reencontrar una visión global del mundo y del tiempo, una visión verdaderamente libre, pacífica, esa visión que el Concilio Vaticano II ha transmitido en sus Documentos, y que mis Predecesores, el siervo de Dios Pablo VI y el beato Juan Pablo II, han ilustrado con su Magisterio.
La segunda lectura es el inicio de la Primera Carta a los Tesalonicenses, y esto ya es muy sugerente, porque se trata de la carta más antigua que nos ha llegado del mayor evangelizador de todos los tiempos, el apóstol Pablo. Él nos dice ante todo que no se evangeliza de manera aislada: también él tenía de hecho como colaboradores a Silvano y Timoteo (cfr 1 Ts 1,1), y a muchos otros. E inmediatamente agrega otra cosa muy importante: que el anuncio debe estar siempre precedido, acompañado y seguido de la oración. Escribe de hecho: “En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros, recordándoos sin cesar en nuestras oraciones” (v. 2). El Apóstol se dice bien consciente del hecho de que los miembros de la comunidad no los ha elegido él, sino Dios: “fueron elegidos por él”, afirma (v. 4). Cada misionero del Evangelio debe siempre tener presente esta verdad: es el Señor quien toca los corazones con su Palabra y su Espíritu, llamando a las personas a la fe y a la comunión en la Iglesia. Finalmente, Pablo nos deja una enseñanza muy preciosa, extraída de su experiencia. Escribe: “Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo con plena persuasión” (v. 5). La evangelización para ser eficaz, necesita la fuerza del Espíritu, que anime el anuncio e infunda en quien lo lleva esa “plena persuasión” de la cual nos habla el Apóstol. Este término “persuasión”, “plena persuasión” en el original griego, es pleroforìa: un vocablo que no expresa tanto el aspecto subjetivo, psicológico, sino más bien la plenitud, la fidelidad, lo completo, en este caso del anuncio de Cristo. Anuncio que, para ser completo y fiel, necesita estar acompañado de signos, de gestos, como la predicación de Jesús. Palabra, Espíritu y persuasión -así entendida- son entonces inseparables y concurren a hacer así que el mensaje evangélico se difunda con eficacia.
Nos detenemos ahora en el pasaje del Evangelio. Se trata del texto sobre la legitimidad del tributo que hay que pagar al César, que contiene la célebre respuesta de Jesús: “Lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios” (Mt 22,21). Pero antes de llegar a este punto, éste es un pasaje que se puede referir a cuanto tienen la misión de evangelizar. De hecho, los interlocutores de Jesús –discípulos de los fariseos y herodianos- se dirigen a Él con una apreciación, diciendo: “Sabemos que eres veraz y enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por nadie porque no miras la condición de las personas” (v. 16). Y es precisamente esta afirmación, aun surgida de la hipocresía, la que debe llamar nuestra atención. Los discípulos de los fariseos y los herodianos no creen en lo que dicen. Lo afirman con una captatio benevolentiae para que los escuchen, pero su corazón está bien lejos de esa verdad; más bien quieren ponerle una trampa a Jesús para poderlo acusar. Para nosotros en cambio, esa expresión es preciosa y verdadera: Jesús, en efecto, es verdadero y enseña el camino de Dios según la verdad y no está sujeto por nadie. Él mismo es este “camino de Dios”, que nosotros estamos llamados a recorrer. Podemos recordar las palabras de Jesús, en el Evangelio de Juan: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (14,6). Es iluminador al respecto el comentario de San Agustín: “era necesario que Jesús dijese: Yo soy el camino, la verdad y la vida” porque una vez conocido el camino faltaba conocer la meta. El camino conducía a la verdad, conducía a la vida… y ¿nosotros dónde vamos sino a Él? ¿y por qué camino vamos sino a través de Él? (In Ioh 69, 2). Los nuevos evangelizadores están llamados a caminar los primeros en este Camino que es Cristo, para hacer conocer a los demás la belleza del Evangelio que da la vida. Y en este Camino, no se camina nunca solos, sino en compañía: una experiencia de comunión y de fraternidad que se ofrece a cuantos encontramos, para hacer partícipes a los demás de nuestra experiencia de Cristo y de su Iglesia. Así, el testimonio, junto al anuncio, puede abrir el corazón de los están en busca de la verdad, para que puedan alcanzar el sentido de su propia vida.
Una breve reflexión también sobre la cuestión central del tributo al César. Jesús responde con un sorprendente realismo político, ligado al teocentrismo de la tradición profética. El tributo al César se paga, porque la imagen de la moneda es la suya; pero el hombre, todo hombre, lleva consigo otra imagen, la de Dios, y por tanto es de Él, y sólo de Él de quien cada uno es deudor de su existencia. Los Padres de la Iglesia, inspirándose en el hecho de que Jesús se refiere a la imagen del Emperador acuñada en la moneda del tributo, han interpretado este paso a la luz del concepto fundamental de hombre imagen de Dios, contenido en el primer capítulo del Libro del Génesis. 
Un Autor anónimo escribe: “La imagen de Dios no está impresa en el oro sino en el género humano. La moneda del César es oro, la de Dios es la humanidad… por tanto, da tu riqueza al César, pero reserva a Dios la inocencia única de tu conciencia donde Dios es contemplado… El César, en efecto, ha impreso su imagen en cada moneda, pero Dios ha escogido al hombre, que él ha creado, para reflejar su gloria” (Anónimo, Obra incompleta sobre Mateo, Homilía 42). Y San Agustín ha utilizado muchas veces esta referencia en sus homilías: “Si el César reclama su propia imagen impresa en la moneda –afirma-, ¿no exigirá Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (En. in Ps., Salmo 94, 2). Y aún: “Como se devuelve al César la moneda, así se devuelve a Dios el alma iluminada e impresa por la luz de su rostro… Cristo en efecto habita en el interior del hombre” (Ivi, Salmo 4, 8).
Esta palabra de Jesús es rica en contenido antropológico, y no se la puede reducir solamente al ámbito político. La Iglesia, por tanto, no se limita a recordar a los hombres la justa distinción entre la esfera de autoridad del César y la de Dios, entre el ámbito político y el religioso. La misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, recordar su soberanía, recordar a todos, especialmente a los cristianos que han perdido su identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, nuestra vida.
Precisamente para dar renovado impulso a la misión de toda la Iglesia de conducir a los hombres fuera del desierto en el que a menudo se encuentran hacia el lugar de la vida, la amistad con Cristo que nos da su vida en plenitud, quisiera anunciar en esta Celebración eucarística que he decidido declarar un “Año de la fe” que ilustraré con una especial Carta apostólica. Este “Año de la fe” empezará el 11 de octubre del 2012, en el 50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará el 24 de noviembre del 2013, Solemnidad de Cristo Rey del Universo. Será un momento de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en Él y para anunciarLo con alegría al hombre de nuestro tiempo. 
Queridos hermanos y hermanas, vosotros estáis entre los protagonistas de la evangelización nueva que la Iglesia ha emprendido y lleva adelante, no sin dificultad, pero con el mismo entusiasmo de los primeros cristianos. 
En conclusión, hago mías las expresiones del apóstol Pablo que hemos escuchado: agradezco a Dios por todos vosotros. Y os aseguro que os llevo en mis oraciones, consciente de vuestro compromiso en la fe, vuestra laboriosidad en la caridad y vuestra constante esperanza en Jesucristo nuestro Señor.
Que la Virgen María, que no tuvo miedo a responder “sí” a la Palabra del Señor y, después de haberla concebido en su seno, se puso en camino llena de alegría y esperanza, sea siempre vuestro modelo y vuestra guía. Aprended de la Madre del Señor y Madre nuestra a ser humildes y al mismo tiempo valerosos; sencillos y prudentes; equilibrados y fuertes, no con la fuerza del mundo, sino con la de la verdad. Amén.

miércoles, 18 de abril de 2012

MENSAJE URBI ET ORBI DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI


Domingo de Pascua 2012

Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero 

«Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza» (Secuencia pascual).
Llegue a todos vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras que el antiguo himno pone en labios de María Magdalena, la primera en encontrar en la mañana de Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia los otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al Señor» (Jn 20,18). También nosotros, que hemos atravesado el desierto de la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy abrimos las puertas al grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».

Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad. He aquí porqué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra humanidad. 

Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a Jesús rechazado por los jefes del pueblo, capturado, flagelado, condenado a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver la Bondad en persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la mentira, la Misericordia injuriada por la venganza. Con la muerte de Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en Él. Pero aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de la Virgen María, la madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza también en la oscuridad de la noche. En este mundo, la esperanza no puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el muro de la muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas de la envidia y el orgullo, de la mentira y de la violencia. Jesús ha pasado por esta trama mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida. Hubo un momento en el que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían invadido la tierra, el silencio de Dios era total, la esperanza una palabra que ya parecía vana. 

Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús se manifiesta a la Magdalena, a las otras mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que nunca, ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva: «Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta». Las señales de la resurrección testimonian la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza: «Mi Señor glorioso, / la tumba abandonada, / los ángeles testigos, / sudarios y mortaja». 

Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado, entonces –y sólo entonces – ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que podemos fiarnos Él, porque el resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy, vivo. Cristo es esperanza y consuelo de modo particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de la fe, por discriminaciones y persecuciones. Y está presente como fuerza de esperanza a través de su Iglesia, cercano a cada situación humana de sufrimiento e injusticia. 

Que Cristo resucitado otorgue esperanza a Oriente Próximo, para que todos los componentes étnicos, culturales y religiosos de esa Región colaboren en favor del bien común y el respeto de los derechos humanos. En particular, que en Siria cese el derramamiento de sangre y se emprenda sin demora la vía del respeto, del diálogo y de la reconciliación, como auspicia también la comunidad internacional. Y que los numerosos prófugos provenientes de ese país y necesitados de asistencia humanitaria, encuentren la acogida y solidaridad que alivien sus penosos sufrimientos. Que la victoria pascual aliente al pueblo iraquí a no escatimar ningún esfuerzo para avanzar en el camino de la estabilidad y del desarrollo. Y, en Tierra Santa, que israelíes y palestinos reemprendan el proceso de paz.

Que el Señor, vencedor del mal y de la muerte, sustente a las comunidades cristianas del Continente africano, las dé esperanza para afrontar las dificultades y las haga agentes de paz y artífices del desarrollo de las sociedades a las que pertenecen.

Que Jesús resucitado reconforte a las poblaciones del Cuerno de África y favorezca su reconciliación; que ayude a la Región de los Grandes Lagos, a Sudán y Sudán del Sur, concediendo a sus respectivos habitantes la fuerza del perdón. Y que a Malí, que atraviesa un momento político delicado, Cristo glorioso le dé paz y estabilidad. Que a Nigeria, teatro en los últimos tiempos de sangrientos atentados terroristas, la alegría pascual le infunda las energías necesarias para recomenzar a construir una sociedad pacífica y respetuosa de la libertad religiosa de todos sus ciudadanos.

Feliz Pascua a todos.