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viernes, 8 de marzo de 2013


Santa Cuaresma: para volver a Amar al que es Amor


                El tiempo de cuaresma en el que pronto llevaremos tres semanas, siguiendo la pedagogía dulcísima de Nuestra Madre la Iglesia, es tiempo de responder.

                Es habitual escuchar decir que el tiempo de cuaresma no solamente son estos cuarenta días que nos orientan y sintonizan hacia el Triduo Pascual, sino que nuestra vida debe ser vivida como cuaresma. Las actitudes clásicamente cuaresmales (oración, ayuno y limosna), no son más que las actitudes clásicamente cristianas.

Mirando hacia la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, vemos que Dios se ha humillado tremendamente hasta nosotros. Pero para que podamos nosotros elevarnos hasta Él. Dios tiene la primera palabra, pero espera la respuesta de sus hijos. “Volveos hacia mí- oráculo del Señor de los ejércitos- y yo me volveré hacia vosotros”. De este modo (según mi inexperta opinión…) debemos entender este tiempo de cuaresma: Dios nos llama (nunca deja de hacerlo) de forma amorosa y debemos responder con amor. No es tiempo de llenar el día con un sinfín de prácticas penitenciales, sino tiempo de insertar estas prácticas en orden a responder con verdadero amor para prepararnos al encuentro de Jesucristo en su Pasión y Resurrección. El tiempo de cuaresma, es tiempo de aprender a amar, de crecer en el amor, de amar al que es el Amor. De este modo, las prácticas penitenciales (recomendadas por la Iglesia) se convierten en un acto de respuesta, de diálogo con Aquel que nos llama a su encuentro y de reconocimiento de que Dios es la fuente y el centro de nuestra vida.

Sin embargo, la respuesta que se nos exige, es mucho más que unas prácticas de penitencia o misericordia. Ya debemos a empezar a meditar esa Pasión. Miremos al Cristo Traspasado. Hasta que no nos parezcamos a Él, crucificados, donados, entregados por Verdadero Amor, no habremos respondido con verdad e integridad. Que nuestra conversión, sea la donación de nuestra vida, como ofrenda (siempre imperfecta e insignificante) al Padre, en unión con el Hijo.

                Debemos, pues, en este tiempo de cuaresma “dejarnos abrazar por Dios” especialmente en el Sacramento de la Confesión. Si reconocemos humildemente ante Dios nuestra pequeñez, Él nos levanta. Así imitaremos a S. Pedro ante el Maestro en la pesca milagrosa: “Apártate de mí, que soy un pecador”. Este recibió la respuesta: “No temas (…)”. Por ello, sin temor vivamos la cuaresma como tiempo de humildad, tiempo de abnegación.

                Sabiendo esto, vivamos con verdadero gozo de poder disponer de un tiempo especial para volver a lo esencial, para volver a Amar, para volvernos a Dios; y hagamos de nuestra vida una cuaresma permanente.

Samuel Medina.

miércoles, 6 de febrero de 2013


Cantar con los ángeles


             Es habitual el imaginarse a los ángeles cantando, tocando. De hecho, para referirnos a todos los ángeles utilizamos la palabra “coro”, los “coros angélicos”. Así, la Gloria Celestial se relaciona inevitablemente con la música.

                Partiendo de aquí, cuando la Iglesia canta, en la celebración litúrgica, lo hace unida a los coros de los ángeles. La última afirmación del prefacio habitualmente es: “Por eso, con los ángeles y los arcángeles y todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu Gloria”. Vemos, pues, que la Iglesia al unirse y participar de esa “música” angélica, la música litúrgica no puede centrarse solamente en la asamblea, sino que tiene necesariamente que orientarse hacia Dios. La Iglesia, como Esposa de Cristo, canta a su Esposo: canta a Dios. Así, en primer lugar la Iglesia canta al Esposo entregado por Amor en la actualización del sacrificio en la Cruz. Por esto, la grandeza de la música litúrgica la encontramos en que es una respuesta de amor de la Iglesia al Esposo, porque “el cantar es cosa del amor” dice S. Agustín. La intención primera, viendo esto, de la música es la alabanza divina, la acción de gracias y la respuesta amorosa.
             

   Teniendo esto claro, es evidente que tampoco podemos desvincular la música en la liturgia de la asamblea; y es que la música también es un verdadero servicio a los fieles. Bien sabemos, que la música posee una capacidad especial de conmover y disponer el ánimo del hombre para el encuentro con Dios, para ablandar su corazón y abrirlo a la Gracia. En relación con los fieles (ya participen activamente del canto, ya se limiten a escucharlo y sentirlo), la música debe elevar sus almas hacia el Cielo. Esto es, creando y respetando el clima de misterio, recordando a los fieles que aquello que se está viviendo no es algo ordinario, sino el gran milagro de Dios humillado por Amor. La música, debe poder hacer nacer en los fieles ese sentimiento, inquietante y atrayente, de saberse ante la acción misma de Dios en el tiempo, de asistir a su Pasión y Resurrección (de forma sacramental).


                Un aspecto, que con mucha facilidad se nos olvida, y que está íntimamente relacionado con la música, es el silencio. Creo que es importante también, poder guardar los debidos momentos de silencio en los que el corazón que se está encontrando con Dios, en los que puede descansar y recrearse en completa intimidad. Muchas veces, el hecho de que la música litúrgica, dé los frutos que antes comentábamos, depende de saber hacer uso de una forma inteligente y conveniente del silencio en la celebración. De hecho, así como el cantar es una reacción de amor, también el silencio lo es. ¿Cuánto tiempo son capaces de pasar dos novios enamorados en silencio, simplemente mirándose el uno al otro? Pues así el alma con Dios.

                Hay, pues que recordar la importancia de la música y del silencio, que siempre orientada en primer lugar a Dios, se derraman en beneficio y servicio de los fieles que participan de la celebración de la Fe.
                                                                                                                         Samuel Medina.

miércoles, 16 de mayo de 2012

María, Orgullo de Nuestra Raza


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Ave María


Estamos en el mes de María. Mes dedicado a obsequiar de forma especial (aunque no únicamente en este mes) a nuestra Santísima Madre y Madre de Dios, María Santísima. Y es que, María es realmente el “orgullo de nuestra raza”, la “causa de nuestra alegría”. Aún siendo humana, su participación y colaboración en la Historia de la Salvación es esencial e insustituible, porque así Dios lo ha querido.

Con María, hermanos, con el consentimiento libre de Nuestra Señora y Soberana, se inicia la plenitud de los tiempos. El Ángel anunció a María, y solamente después de su “sí”, de su “hágase”, de su “fiat”; fue posible la Encarnación del  Verbo de Dios. Sí, efectivamente fue la conformación confiada de María a la Voluntad de Dios, la que hizo posible que el Verbo tomara la naturaleza humana y que la tomara de Ella misma. Vemos así, el papel esencial de la Virgen. María santísima es pues co-redentora. Colabora, con su abandono perfecto en la Voluntad Divina, en la misión salvífica de su verdadero Hijo, Jesucristo. Así pues, al igual que Eva, junto con Adán trajeron la muerte al mundo; del mismo modo Cristo (el nuevo Adán), con la colaboración de María  (la nueva Eva), han supuesto la salvación de aquellos que habían merecido la muerte: “establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya … ella te herirá en la cabeza” (Gn.3) La muerte y el sufrimiento de Jesús en la Cruz, junto con el dolor indecible de su Madre y Madre Nuestra al pie de la Cruz (aunque verdaderamente también clavada en ésta) supuso la muerte de la muerte, la muerte del pecado.

Mirad, pues la Gloria de Dios, manifestada de forma admirable e incomparable en la Virgen de las vírgenes. María en una vida santa de unión total a su Hijo y al Padre, asistida por la Gracia del Espíritu Santo, fue colmada de gracias y bendiciones. De tal modo, fue preparada y preservada de la mancha del pecado original, Concebida sin tal mancha. Sólo de este modo podía ser digna de llevar en sí al Esperado, al Mesías y su correspondencia amorosa lo confirmó. Sin duda una gracia especial (contando con el concurso de la Virgen) es la de permanecer Siempre Virgen. Pues María fue virgen antes del parto (“sin concurso de varón”), durante el parte (“como la luz traspasa el cristal sin romperlo, Cristo, salió de María”) y lo sigue siendo después del parto (Jesús es el único Hijo de María).

Y por tal vida, modelo para todo cristiano, finalmente le fue concedido el ser Asunta en cuerpo y alma a la Gloria Celestial, donde está en presencia de los ángeles y los santos, juntamente con su Hijo, bajo la soberanía suprema de Dios Padre, toda la creación. Pues María, es reina de todos los santos, de la Iglesia (guía, intercesora, protectora, acompañante de la Iglesia) y de toda la creación que se rinde a los pies de tan “graciosa belleza” reflejo de la grandeza, bondad  y gloria del Dios Trino.

Sigue, Madre Admirable, intercediendo por tus hijos, que nos consagramos a ti, que buscamos tu protección, que te necesitamos como camino en nuestra salvación.

Dulce Corazón de María, sed la causa de mi alegría

sábado, 21 de abril de 2012

En el Hijo hemos encontrado la Vida


“Por la Victoria de Rey tan poderoso, las trompetas del cielo anuncien la Salvación”

“Por la desobediencia de un solo hombre fueron constituidos pecadores todos” (Rm. 5,19). Esta ha sido la realidad del hombre. Una humanidad que por la desobediencia, por la soberbia de alzarse contra la Ley Santa de Dios, cayó en la muerte profunda del pecado. Esa muerte era lo justo por desobedecer al que es su Padre y su Creador. Pero Dios, aun siendo justo, es enormemente misericordioso. Así, “Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como víctima expiatoria de nuestros pecados” (1 Jn. 4, 10) Éste, Jesucristo, Éste solo podía ser la víctima, la Hostia, la ofrenda digna y perfecta al Padre, pues Él solo es justo e inmaculado. Así, Dios Padre “no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rm. 8, 32). Se entregó al único Justo por los injustos. Él, que es justo, “tomó la condición de esclavo “(2 Cor. 5, 19), asumiendo y cargando con nuestro delito, con nuestro pecado, Él nos justificó ante el Padre. Él con el derramamiento de su Sangre Preciosa, dio muerte al pecado y con ello nos dio a nosotros la Vida, pues “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos” (Cor. 5, 19). Cristo pagó nuestra deuda y de una forma sobreabundante. Al hacerlo, lo que nos separaba del Padre, nuestro pecado, fue olvidado y eliminado, haciendo así posible la reconciliación del hombre con Dios al que había ofendido. “Como por la desobediencia de un solo hombre fueron constituidos pecadores todos, también por la obediencia de uno solo serán todos constituidos justos” (Rm. 5, 19). La muerte de Cristo, ha significado todo ello, pero por esta humillación de “someterse incluso a la muerte y una muerte de Cruz” (Flp. 2, 8), Dios Le ha levantado sobre todo y Le ha exaltado sobre toda la creación. En Él hemos sido renacidos, justificados y reconciliados con el Padre. Hemos sido reconocidos hijos en el Hijo, en el Hijo hemos encontrado la Vida. Puesto que Cristo murió, pero fue resucitado, nosotros “si morimos con Cristo, creemos que también resucitaremos con Él” (Rm. 6,8)

¡Alegría, pues, hermanos! Cristo nos ha justificado con su muerte y en su Gloriosa Resurrección vemos también nuestra vida. Así pues, vivamos como Cristo: obedientes en todo al Padre y humildes absolutamente ante nuestro Dios y nuestros hermanos, puesto que si nos entregamos a Él no quedaremos nunca defraudados, sino que viviremos con Él.
  
¡Un abrazo en Cristo resucitado!

sábado, 10 de marzo de 2012

Reflexión


Reparación de Amor a los Sufrimientos de Cristo

Un camino de preparación hacia la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Esto es la cuaresma, tiempo en el que la Iglesia nos invita, como madre, a volvernos hacia Jesucristo, a caminar con los ojos fijos en Él. Esto exige, sin embargo, el olvido de nosotros mismos, el olvido de nuestros gustos y la abnegación. Para ello, debemos tener en cuenta que somos alma y cuerpo, por lo tanto deberemos llevar a cabo este proceso de olvido tanto en el alma como en el cuerpo.

Por lo que respecta al alma, una oración confiada, humilde y sincera. Una oración, en este tiempo de cuaresma, dedicada a la contemplación y la petición de perdón. Oración promovida por el dolor de nuestros pecados que han llevado a Cristo a la Pasión, por el dolor de sabernos responsables del sufrimiento de nuestro Señor (el “Vía Crucis” nos ayuda a ello). Es pues, una reparación afectiva, basada en la oración continua, la comunión frecuente, la confesión humilde etc.

Pero sin duda el cuerpo debe también participar de estas prácticas con la finalidad de que haya una conversión profunda e integral. Es pues tiempo de fijarnos en los premios eternos y no en los bienes materiales. El ayuno, reducción de las comidas, para reconocer que nuestro verdadero alimento es la Palabra de Dios y el Santísimo Sacramento; o la reducción de las horas de sueño, por poner dos ejemplos. Con ello podemos conseguir más tiempo para la oración, de hecho la penitencia y la austeridad cuaresmal son también oración: oración del cuerpo. Esto será reparación aflictiva.

Al ver a nuestro Señor con la manos y los pies clavados, con el Corazón traspasado, con las sienes heridas, con las rodillas despellejadas y todo el cuerpo flagelado, ¿no vemos necesaria la reparación, pues somos responsables?, ¿no nos dice Cristo, una vez tras otra, “tengo sed” (Jn. 19,28) de tu amor? Ofrezcámosle la reparación debida, de nuestro tiempo y de nuestra vida, de nuestro cuerpo como “Hostia viva, santa, agradable a Dios” (Rm. 12,1).

No podemos olvidar en este punto, que Cristo presente en los más necesitados y los que sufren, sigue sufriendo. “Fijémonos los unos en los otros” (Hb. 10, 24) entonces, para ofrecer consolación, siendo misericordiosos, a los sufrimientos de Cristo en ellos, sin olvidar que también en ellos vemos un camino perfecto para la abnegación.

            Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío.