Domingo de Pascua 2012
Queridos
hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero
«Surrexit
Christus, spes mea» – «Resucitó
Cristo, mi esperanza» (Secuencia pascual).
Llegue a todos
vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras que el antiguo himno
pone en labios de María Magdalena, la primera en encontrar en la mañana de
Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia los otros discípulos y, con el
corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al Señor» (Jn 20,18).
También nosotros, que hemos atravesado el desierto de la Cuaresma y los días
dolorosos de la Pasión, hoy abrimos las puertas al grito de victoria: «¡Ha
resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».
Todo cristiano
revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida:
el encuentro con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la
verdad de Dios, que nos libra del mal, no de un modo superficial, momentáneo,
sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve
nuestra dignidad. He aquí porqué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»:
porque ha sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una
existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada
deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo esperar
que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho
cercano hasta entrar en nuestra humanidad.
Pero María
Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a Jesús rechazado por
los jefes del pueblo, capturado, flagelado, condenado a muerte y crucificado.
Debe haber sido insoportable ver la Bondad en persona sometida a la maldad
humana, la Verdad escarnecida por la mentira, la Misericordia injuriada por la
venganza. Con la muerte de Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos
confiaron en Él. Pero aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo
en el corazón de la Virgen María, la madre de Jesús, la llama quedó encendida
con viveza también en la oscuridad de la noche. En este mundo, la esperanza no
puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el muro de
la muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas de la envidia
y el orgullo, de la mentira y de la violencia. Jesús ha pasado por esta trama
mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida. Hubo un momento en el
que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían invadido la tierra, el
silencio de Dios era total, la esperanza una palabra que ya parecía vana.
Y he aquí que, al
alba del día después del sábado, se encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús
se manifiesta a la Magdalena, a las otras mujeres, a los discípulos. La fe
renace más viva y más fuerte que nunca, ya invencible, porque fundada en una
experiencia decisiva: «Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y,
muerto el que es Vida, triunfante se levanta». Las señales de la resurrección
testimonian la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de
la misericordia sobre la venganza: «Mi Señor glorioso, / la tumba abandonada, /
los ángeles testigos, / sudarios y mortaja».
Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado, entonces –y sólo
entonces – ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre
y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que podemos fiarnos Él,
porque el resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente
hoy, vivo. Cristo es esperanza y consuelo de modo particular para las
comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de la fe, por
discriminaciones y persecuciones. Y está presente como fuerza de esperanza a
través de su Iglesia, cercano a cada situación humana de sufrimiento e
injusticia.
Que Cristo
resucitado otorgue esperanza a Oriente Próximo, para que todos los componentes
étnicos, culturales y religiosos de esa Región colaboren en favor del bien
común y el respeto de los derechos humanos. En particular, que en Siria cese el
derramamiento de sangre y se emprenda sin demora la vía del respeto, del
diálogo y de la reconciliación, como auspicia también la comunidad
internacional. Y que los numerosos prófugos provenientes de ese país y
necesitados de asistencia humanitaria, encuentren la acogida y solidaridad que
alivien sus penosos sufrimientos. Que la victoria pascual aliente al pueblo
iraquí a no escatimar ningún esfuerzo para avanzar en el camino de la
estabilidad y del desarrollo. Y, en Tierra Santa, que israelíes y palestinos
reemprendan el proceso de paz.
Que el Señor,
vencedor del mal y de la muerte, sustente a las comunidades cristianas del
Continente africano, las dé esperanza para afrontar las dificultades y las haga
agentes de paz y artífices del desarrollo de las sociedades a las que
pertenecen.
Que Jesús
resucitado reconforte a las poblaciones del Cuerno de África y favorezca su
reconciliación; que ayude a la Región de los Grandes Lagos, a Sudán y Sudán del
Sur, concediendo a sus respectivos habitantes la fuerza del perdón. Y que a
Malí, que atraviesa un momento político delicado, Cristo glorioso le dé paz y
estabilidad. Que a Nigeria, teatro en los últimos tiempos de sangrientos
atentados terroristas, la alegría pascual le infunda las energías necesarias
para recomenzar a construir una sociedad pacífica y respetuosa de la libertad
religiosa de todos sus ciudadanos.
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